AgroMoll Tapa Superior

Semana de mayo. ¿Qué pasó el 22?

Guillermo Ibarra

El martes 22, a la hora convenida se presentaron 251 de los 450 invitados al cabildo abierto. Sugestivamente, la mayoría de los ausentes era gente que respondía al virrey. ¿Acaso alguien los disuadió de concurrir o les impidió llegar a la cita?

Entre los presentes había jefes y oficiales de los distintos regimientos, el clero en pleno, burócratas coloniales temerosos de perder sus puestos, abogados, comerciantes y vecinos a secas. No era poca cosa ser “vecino”: para serlo, había que tener propiedades, linaje y profesión u oficio digno, un combo que no estaba al alcance de todos.

Las posturas estaban divididas: los partidarios oficialistas llegaron con la consiga de sostener al virrey y ganar tiempo a la espera de mejores noticias de la península. El bando patriota, en cambio, quería forzar cuanto antes la instalación de un gobierno criollo.

El primero en disertar fue el obispo Benito Lué y Riega. Ataviado con sus mejores galas y portando un ejemplar de las Leyes de Indias en sus manos, afirmó sin pelos en la lengua que: “El mando sólo podrá a venir a manos de los hijos del país cuando ya no hubiese un solo español en América”. El ambiente se cortaba con un cuchillo. Los patriotas cruzaban miradas nerviosas.

Cuando el clérigo concluyó su encendida perorata, Juan José Castelli se levantó de su asiento y pidió la palabra. Con certeros pases de tauromaquia, demolió, uno a uno, los argumentos del Obispo. Que tras la disolución de la Junta de Andalucía y con el rey preso de los franceses, no quedaba gobierno legítimo en España, declamó. Su voz retumbaba en el recinto. Que, por tanto, los derechos de soberanía revertían al pueblo, explicó. Enseguida, Juan José Paso abrió el paraguas de la posible disidencia interior, sosteniendo que Buenos Aires podía obrar como hermana mayor de las demás provincias hasta tanto estas pudieran expedirse.

Los del bando españolista lucían desconcertados. “A votar, a votar”, exigieron los otros, restaban aún algunos discursos, pero la suerte de Cisneros estaba echada. Cuando concluyó el turno de los oradores, se puso a votación si el virrey debía seguir o no en su cargo. El escrutinio de los votos –que por lo avanzado de la hora se conoció recién al día siguiente- arrojó un claro y contundente resultado: 155 votos por la destitución contra sólo 69 por la continuidad de Cisneros.

La revolución estaba en marcha y no habría vuelta atrás.

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